La búsqueda del poder generativo no se detiene

¿Sobre qué bases teóricas se fundaba la técnica alquimista? Los antiguos textos citan los principios: el de la composición de los metales y el de su generación.

Todos los metales, se decía en aquel entonces, además de estar compuestos por diferentes materias, contienen mercurio y azufre. Depende de sus diferencias de proporción que se produzca el oro, la plata, el cobre, etc.

Por ejemplo, el oro contenía poco oro, según los iniciados en la materia, y un abundante porcentaje de mercurio, mientras que, en cambio, en el cobre los dos ingredientes se encuentran más o menos en la misma proporción.

En lo que se refiere a las leyes de la generación, los alquimistas medievales no tenían ninguna clase de dudas. Comparaban el proceso que se verificaba en sus alambiques con la generación de los animales y de las plantas, y sostenían con una seguridad tajante que para producir los metales se necesitaba descubrir sus semillas y orígenes.

Para el alquimista no existían sustancias inorgánicas; toda la materia estaba dotada de vida y sobre ella influían misteriosamente todos los demás, como silenciosos artífices.

Los metales, de imperfecta composición, se convertían poco a poco en sustancias perfectas, y cuando finalmente se transformaban en oro se cerraba el proceso.

Según algunos herméticos que se inspiraban en el significado de la serpiente que se muerde la cola, supusieron que no existía descanso en el trabajo de la naturaleza y que los metales más perfectos se sometían a nuevas transformaciones para convertirse en metales bastos de nuevo. De este modo, se perpetuaba el proceso de las transformaciones moleculares. Pero queriendo demostrar esta teoría era necesario efectuar la transmutación.

Alrededor del siglo Xll, los alquimistas declararon que para efectuar  esta transformación  era necesaria una substancia particular por cuyo contacto los metales se someterían a la transformación en oro. Los distintos estudiosos dieron a esta maravillosa Substancia nombres diversos: piedra o polvos filosofales, elixir, quintaesencia, etcétera.

Por desgracia, la describieron también de diferente manera.

Paracelso la definía sólida y de color rojo oscuro; Beriguardo de Pisa dijo que tenía el color de las amapolas; Raimundo Lulio la vio de un color semejante al carbuclo; Helvetius, que afirmó haberla tenido en sus manos, la describió de un amarillo,  brillante; el árabe Khalid, o más bien el que se escondía bajo este seudónimo, concilia estas contradicciones y pone de acuerdo a todos los filósofos:

Esta piedra reúne en sí misma todos los colores: es blanca, roja, amarilla, azul cielo y verde.

Junto con el mágico poder de la transmutación de los metales, la piedra filosofal encerraba otras maravillosas virtudes, ya que curaba todas las enfermedades y prolongaba la vida más allá de los límites naturales.

Estas virtudes de la piedra filosofal se reencontraron en el Extremo Oriente, especialmente en China, mucho antes de que la alquimia fuera conocida en Occidente.

Los chinos estaban convencidos de que el oro era inmortal, y sostenían que cuando fuera absorbido por el cuerpo humano podría transmitir a éste todas sus propiedades. Se necesitaba, por tanto, descubrir la “milagrosa preparación de esta medicina”, ya que el oro en polvo no era asimilable. Por tanto, renunciando a pulverizar el metal en pequeñísimas partes, había que disolverlo en un precioso recipiente de oro capaz de difundirse en cinco órganos “como lluvia expulsada por el viento”. Estos polvos, que se podían preparar tan sólo con una operación alquimista, eran una medicina universal, que remediaba de todas las miserias terrenales a los que la poseyeran. Volvían a crecer los dientes, cabellos negros recubrían la calvicie senil, y la mujer marchita volvía a su adolescencia.

El alquimista chino utilizaba fórmulas mágicas en su trabajo, se confiaba al beneficioso influjo de las estrellas para los distintos procedimientos.

“Lo similar produce lo similar”, es el antiguo axioma de la magia simpática: el metal perfectísimo e imperecedero  aportará la perfección y la inmortalidad. A pesar de esto, en contraste con las creencias occidentales, el chino suponía que el oro artificial y no el oro verdadero estaban dotados de gran poder mágico.

Del cinabrio, mineral de mercurio, y de otros metales, los maestros orientales se esforzaban en extraer barras de metal que se asemejaran al oro, y bastaría con comer regularmente en manteles fabricados con tales barras para conquistar la inmortalidad.

Pero el gran Wei-Po-Yang (unos cien o ciento cincuenta años antes de Cristo) renunció a estos productos artificiales consiguió manufacturar la verdadera medicina del oro (que según ciertos textos hizo inmortal a su discípulo Yu y a su perro que había ingerido comida del plato de su amo).

Los chinos, de todos modos, buscaban tan solo el rejuvenecimiento y la vida eterna, ignorando el oro filosofal. Su arte se remonta, por lo que se sabe, a unos cien o ciento cincuenta años antes de Cristo, época en que la alquimia era desconocida en occidente.

En Europa, la trasmutación era el fin principal y se conjeturaba la cantidad de oro que podía producir el metal transformado.

Juan Kunkel (1630-1703), más químico que alquimista, sostenía que el metal basto tocado con la piedra podía producir el doble de oro.

El inglés Germspreiser tenía la idea de que cambiándose en oro el plomo aumentaba Cincuenta veces, mientras que Roger Bacón suponía que este metal aumentaba 100.000 veces. El holandés Isacco que aumentaba incluso un millón de veces.

Lulio calcula una multiplicación astronómica del oro y exclama: “Podría transmutar los mares, si existiera bastante mercurio».

¿Pero en qué consistía la esencia de la piedra filosofal dueña de esta maravillosa fuerza creadora? ¿A lo mejor en una composición semejante a la de las piedras sagradas que fabricaban los egipcios? Estos tenían piedras mágicas a las que se les daba un poder mágico (formaban un objeto del culto) y también un poder sobrenatural, como la “Kaaba” de los mahometanos.

Plutarco refiere que” Kyphi”, la sagrada piedra mágica de los egipcios, se componían de muchos ingredientes de oro, plata, chesteb y mafek (piedras azules y verdes). Otros estudiosos indican como minerales utilizados para producir la sagrada piedra, el oro,  la plata, chesteb, chenem, mafek, hertes y nesenem.

De todos modos, es difícil identificar todos estos minerales, y aún es más misterioso el significado de estas barras de minerales.

Hay que tener en cuenta que, según todas estas teorías, la piedra filosofal estaba compuesta de toda clase de esencias.

Hay cuatro esencias en el universo, que todos los doctos han aceptado unánimemente a través de los siglos: fuego, aire, tierra y agua. Existe todavía una quinta esencia, afirman los sabios, que vivifica a todos los cuerpos e impregna a todas las cosas que se hallan entre las estrellas y todas las que sobre la tierra se encuentran sujetas al peso de la tierra. Esta esencia no es nunca vívida libre y visible; se dice, a pesar de todo, que es omnipresente, y quien sepa cuál es la materia en que se halla este elemento tendrá en sus manos el poder creador que Dios ha conferido al mundo material.

Las antiguas deidades del crecimiento y de la vegetación, como Isis, no eran para el alquimista más que los emblemas de la quinta esencia, es decir,  del poder generador que reside en la piedra filosofal.