Los antiguos textos afirmaban de manera perentoria que “la alquimia es la primera de todas las artes y de todas las ciencias”; y esto porque la trasmutación no se obtenía ni mediante la habilidad tan solo, ni mediante la sola doctrina. Se repite continuamente:

Se necesitan elevadas virtudes morales: sólo teniendo por base el estado sublime de la perfección, el hombre puede entrar en posesión de los prodigios de la naturaleza.

El primer alquimista, por lo que se sabe, fue San Juan, el cual, según la leyenda bizantina, había convertido las piedras que se hallaban en las orillas del mar en oro y piedras preciosas.

Los alquimistas de la edad media y del renacimiento no daban importancia al lado científico de su disciplina y se alejaban cada vez más de la magia, intentando emular el espíritu de sus predecesores.

Muchos declaraban que la contemplación de la naturaleza tenía mucha más importancia que el estudio de los textos eruditos. Recomendaban la búsqueda de la simplicidad de corazón, afirmando que “también un niño era capaz de descubrir oro” y que la “materia prima” se encuentra en todos los lugares: “el ignorante la desperdicia cada día y el indigno repudia la piedra angular de la alquimia”.

“Es manifiesto a todos los hombres-proclama Paracelso a propósito de la materia prima- que los pobres tienen más que los ricos. La gente descarta la parte buena y conserva la mala.

Es visible y es invisible, y los niños juegan con ella normalmente”.

Estas imágenes son sacadas del Evangelio, así como la aparente absurdidad de la materia, que es a la vez visible e invisible. Revela el evangelista San Mateo: y ellos cerraron los ojos para no ver…; bienaventurados son sus ojos porque ven…”

El evangelio y los escritos de Hermes (compilados en el siglo ll) están relacionados entre sí; sus autores, cada uno por su parte, han descubierto ideas y modos de expresarse análogos.

La semejanza existente entre ellos debió asombrar a los antiguos jefes de la iglesia, los cuales invocaron en testimonio de la verdad

 (Junto con las Sibilas) a Hermes Trimegistus.

En el siglo lll, Lactancio escribía: “Hermes encontró, no se sabe cómo, casi toda la verdad”.

Los herméticos de la época medieval y del renacimiento hicieron todavía más evidente estas opiniones, ya que, con devota veneración, exaltaba en sus libros al Omnipotente, “Que aún crea prodigios en nuestros días”, y citaban muy a menudo versos del Evangelio, como si las Sagradas Escrituras no fueran más que un libro de alquimia. Incluso la oscuridad alegórica de las siete fases de la fabricación del oro podría justificarse con el texto de Mateo: “Abriré mi boca para decir parábolas. Diré cosas que han permanecido ocultas desde la creación”.

La alquimia, aun habiendo puesto profundas raíces en todas las clases sociales, permanecía extraña a la vida pública, y los iniciados vivían en perpetuo aislamiento, casi como si protestaran en contra del ambiente en el que se hallaban inmersos. Estos no quedaban satisfechos con las enseñanzas del dogma inmutable: si la “fe” estaba comprendida por entero dentro de la gracia divina, el alquimista quería conocer el creador mediante la comprensión de su maravillosa fuerza infundida en la materia. Quería igualar al supremo con el intelecto y ascender gradualmente mediante el estudio de la contemplación hasta conseguir la gracia divina.

Pero la actividad hermética ha sido siempre de doble naturaleza: estudio y trabajo, teoría y práctica.

Muchos tratados de principios del siglo XVll refieren doctas reuniones entre alquimistas de las distintas regiones europeas.

Se trataba de conciliábulos que disputaban las diversas corrientes europeas teóricas y que las desplazaban al lado práctico.

De los problemas herméticos discutidos en las luminosas reuniones se pasaba el manejo de los instrumentos efectuado  en humeantes laboratorios, ante las llamas del fuego alquimístico, “traduciendo las veladas en la realización de experimentos y pruebas”, aunque sólo fuera con la intención de ver aparecer en el globo de vidrio “a la serpiente”

Esta historia de la serpiente, que aún en el siglo XVll infestaba los actos de los alquimistas, se remonta a tiempos antiquísimos.

Algunas sectas agnósticas adoraban a la serpiente del Edén que había despertado en el hombre el afán por el conocimiento.

Precisamente esta serpiente, Ouroboros, se convirtió en un emblema alquimístico: se reprodujo en el tratado “de la fabricación del oro” de una Cleopatra antigua (no se trataba de la soberana egipcia, sino de una famosa maga de los tiempos de Moisés). El cuerpo de esta serpiente, medio oscuro y medio claro, enseñaba a los iniciados que el Bien y el Mal se unen en el mundo a través de la materia. La materia es tan sólo una, y los alquimistas dicen que “el uno es el todo”.

Los agnósticos cambiaron la pérfida serpiente del Edén por el benéfico Ouroboros, y éste se transformó, a su vez, en el dragón de los alquimistas. El cuerpo del dragón, hecho de luz y de oscuridad, asumió un significado especial.