Célebres casos de curación milagrosa se han efectuado en todo el mundo, especialmente en Japón, India, Europa y América. En el Japón visité el famoso templo llamado Diabutsu, donde existe una estatua gigantesca de Buda sentado, fundida en bronce, con las manos cruzadas, la cabeza inclinada en una actitud de profundo éxtasis contemplativo. Tiene 14 metros de altura; se la llama el Gran Buda.

Ante ella jóvenes y viejos hacían ofrendas de dinero, frutas, arroz, naranjas; prendían cirios, quemaban incienso y rezaban oraciones de petición.

El guía explicaba el canto de una jovencita; mientras ella rezaba, colocaba dos naranjas como ofrenda y prendió un cirio; el guía explicó que había perdido la voz y como la había recuperado en este templo, estaba agradeciendo a Buda por haberla recobrado. Simplemente tenía fé en que Buda le devolvería su bella voz para cantar, si ella seguía ciertos rituales, ayunaba y hacía ciertas ofrendas, todo lo cual encendía su fé y su expectación produciéndose el apropiado condicionamiento de su mente hasta llegar a la cúspide de la creencia absoluta. Su mente subconsciente respondió a esa creencia.

Para demostrar aún más el poder de la imaginación y la creencia ciega, relataré el caso de un pariente enfermo de tuberculosis.

Sus pulmones estaban destrozados. Su hijo decidió curarle. Se encaminó a la casa de su padre al oeste de Australia, diciéndole que había conocido un monje quien acababa de regresar de un templo curativo de Europa. Le dijo a su padre que este monje tenía un pequeño trocito de la cruz de Cristo y se la había comprado por 500 dólares. Este joven simplemente había tomado un trozo de madera corriente y la había hecho montar en un anillo, diciéndole a su padre que muchos habían sido curados por el solo hecho de tocar el anillo donde estaba engarzado el trocito de la cruz. Avivó la llama de la esperanza en la imaginación de su padre, hasta el punto que el viejo  tomó el anillo, lo colocó sobre su pecho y empezó a orar silenciosamente, yéndose a dormir. A la mañana siguiente había iniciado su proceso de autocuración. Posteriormente los test clínicos mostraron la evidencia de su mejoría.

Usted sabe, desde luego, que no fue el pedazo de madera lo que hizo el milagro, fue la imaginación del padre en un grado muy intenso, además de un deseo de curación muy profundo, de curación perfecta. La imaginación se unió a su gran fé, a un sentimiento subjetivo:

La unión de los dos, trajo la curación. El padre nunca supo este pequeño engaño que le había hecho su hijo, pues de haberlo sabido probablemente hubiera recaído. A partir de esta mágica curación, no volvió a sufrir de tuberculosis, viviendo quince años más hasta la edad de 89 años.