Aunque las velas no son de por sí materia de supersticiones, a lo largo de los siglos adquirieron una significación propia ya que ningún ritual que se preciara de serlo, sea de carácter religioso o mágico, pudo prescindir de ellas, salvo, claro está, cuando el hombre utilizaba para alumbrarse palos y teas de madera con resina. La invención de las velas se debe a los etruscos, que las denominaron “cereus”, “cereus fanalis” y “cebaceus” para designar los antiguos cirios de cera, sebo o pez con mecha de fibras vegetales como papiro, junco o estopa.
En Roma se utilizaban hachas de cera en los santuarios que eran ofrecidas en los saturnales. Pero la vela o el cirio empiezan a tener no sólo una utilidad práctica para iluminar durante la noche, sino también un sentido místico y religioso en los primeros tiempos del cristianismo, cuando en las primitivas catacumbas, tal como lo reflejan algunas pinturas, aparecen cirios sobre los altares de los mártires, tal vez copiando costumbres paganas como los saturnales. Luego, la vela también pasó a tener un importante protagonismo en la magia. En “La historia pintoresca de los brujos”, obra publicada en París en el año 1846, se puede observar un grabado que representa una escena en la que el mago inglés John Dee, astrólogo de la reina Isabel, alquimista, matemático y geógrafo, se encuentra en compañía de su amigo Kelly evocando a muertos ilustres. Esta evocación se efectúa a través de un conjuro, y para que ello, según muestra el grabado, se dibujaba con las velas un doble circulo en el suelo, escribiendo nombres y cifras mágicas entre ambos, y otros gráficos de protección en el interior.
Para magos y hechiceros, uno de los principales componentes de una vela es su color.
Las blancas sirven para casi todo, las negras absorben la energía y las rojas potencian la sexualidad.
Las azules son ideales para temas mentales o reflexivos, las marrones se utilizan para asuntos laborales, las amarillas para encontrar claridad de ideas y sentimientos; las verdes para la salud física y las moradas para la psíquica.
En todo ritual, lo ideal es que la vela se encienda o con una cerilla de madera, que es un elemento natural, o con otra vela encendida con anterioridad, y siempre con la mano dominante en la persona, ya sea zurda o diestra. En cuanto al apagado o extinción, por norma
General la vela se deja consumir hasta el final. Sin embargo, cuando se desea alterar ese proceso y el apagado es voluntario, el mejor sistema es apagar la llama utilizando los propios dedos.
La luz que se desprende de una lámpara ilumina las tinieblas, por lo que aleja los peligros, la desgracia, la muerte y los malos espíritus. Esta significación positiva proviene de las lámparas originales de petróleo o de aceite, que aún utilizan algunos templos religiosos en los altares de reliquias o de santos que son objeto de una devoción especial. Los papas estimularon esta devoción y antiguamente distribuían entre los fieles los aceites de lámparas que habían estado encendidas ante las tumbas de los apóstoles y los mártires de la iglesia para protegerlos de diablos y hechiceros. En otras palabras, un aceite consagrado. Como contrapartida, adivinadores y aprendices de brujos implementaron con estas lámparas un método de adivinación (llamado lampadomancia) : la cantidad de petróleo o aceite que queda en la lámpara, la limpieza del cristal que la recubre o el estado de la mecha producen variaciones en la proyección de sombras que son interpretadas para adivinar el porvenir.
Sin embargo, petróleo o aceite, por sí solos, no eran más que el combustible apto para que una lámpara produjera la imprescindible luz que alejara todo mal. De esta manera, y con el advenimiento de la electricidad, esa función que antes cumplían las lámparas de aceite la tendrían de ahora en más los muy prosaicos bombillos eléctricos. En pueblos de Galicia, por ejemplo, se cree que la noche de bodas el que apague la luz de la habitación es que morirá primero, y en el sur se sostiene que disponer de tres luces encendidas al mismo tiempo indica una desgracia próxima. Tres lámparas encendidas en la misma habitación y sobre la misma mesa es señal inequívoca de muerte para uno de los presentes.
Todavía hoy en algunos lugares, se mantiene la costumbre de dejar día y noche una lámpara encendida al lado de la cuna de un recién nacido hasta el día del bautismo. Se deben dejar las lámparas encendidas durante la noche de difuntos para ahuyentar a las criaturas del más allá. Una lámpara que silba, que se apaga, anuncia muerte, ya que, según la tradición, la llama simboliza la vida y es funesto que muera o se apague por sí misma.
Si una mujer desea que su marido o su hijo vuelvan del extranjero, encenderá una lámpara y la dejará detrás de la puerta de entrada toda la noche. De ese modo, acelerará el regreso y protegerá al ser querido durante su ausencia.