Zoroastro

A Carlomagno se le debe reconocer, sin duda, que fue el verdadero príncipe de los encantamientos y de los hechizos.

Su reino está situado en una cima altísima solemne y brillante, hasta esplendorosa; este reino está situado históricamente entre la barbarie y la época medieval, y es una afirmación de grandeza y de majestuosidad como se vio tan sólo en las pompas mágicas del reino de Salomón. En el esplendor de Carlomagno pareció reencarnarse la magnificencia del Imperio romano.

Con Carlomagno empieza la era de la caballería: los pájaros hablan para indicar el camino justo a los ejércitos franceses perdidos en la selva, colosos de bronce se alzan entre las olas del océano para indicar al emperador la ruta de Oriente.

Orlando, el primero de los paladines, poseía una espada mágica bautizada como una criatura cristiana y llamada Durlindana.

El héroe hablaba a su espada, la cual parecía comprenderlo. Nada resiste al poder del sobrenatural Durlindana. Orlando posee También un cuerno de marfil, hecho con tanta perfección y con tanto arte que al mínimo soplo desencadena un ruido que se puede oír en un espacio de veinte leguas y hace temblar las montañas. Cuando Orlando sucumbió en Roncesvalles, no vencido, sino aplastado, hizo, pocos momentos antes de morir, un esfuerzo supremo para levantarse, como Sansón bajo las ruinas, y soplar el cuerno para que de este modo los enemigos huyeran aterrorizados. A unas diez leguas de distancia se hallaba Carlomagno, el cual pudo oír perfectamente la llamada del cuerno y corrió apresuradamente en socorro de su paladín. No consiguió encontrarlo porque Ganelón lo ha traicionado y los bárbaros atacan a las tropas francesas. Orlando se ve abandonado. No se lo toma a mal, abraza a la amada Durlindana y luego, acumulando todas sus ya escasas fuerzas, golpea tremendamente la montaña, esperando romper la espada en las rocas, para no dejarla caer en mano enemigas. Pero ¡no!, la montaña se rompe en dos y Durlindana permanece intacta. Orlando, después de esto, cogió la espada, se la hundió en el pecho y murió. Su cara tenía, una vez muerto, una expresión tan ceñuda y fiera que los enemigos no osaban acercarse, y antes de retirarse lanzaron, todos a una, todas las flechas sobre el valerosísimo paladín. ¿Qué es esto, sino un continuo sucederse de arabescos mágicos?

En aquellos tiempos, las supersticiones eran muy tenaces el druidismo (así se llamaba a la religión de los celtas) había puesto raíces profundas en las aún salvajes tierras del Norte. Las rebeliones frecuentes de los sajones revelaban un fanatismo perennemente en movimiento, que las fuerzas morales no podían dominar. Todos los cultos divinos, desde el paganismo romano a la idolatría teutónica y el rencor judío, hacían frente al victorioso cristianismo.

En los misterios bosques tenían lugar asambleas nocturnas, y los reunidos fortalecían sus pactos de alianza por medio de la sangre de las criaturas humanas que sacrificaban para estos fines.

El Saba de las brujas se celebraba en todas las provincias. Y  siempre, tanto los rebeldes y endemoniados, hacían perder sus propias huellas.

Carlomagno decidió utilizar sus mismas armas para poderlos atacar con probabilidades de éxito. Hay que tener presente que en aquellos tiempos las tiranías feudales se aliaban con los sectarios para la lucha en contra de la autoridad legítima; las brujas eran las cortesanas de los castillos o las prostitutas de los pueblos; los iniciados al Saba eran bandidos, que dividían con los señores los frutos de sus sangrientos robos. La magistratura existía como larva,  se vendía al mejor postor, mientras que los jueces hacían sentir toda la autoridad tan sólo a los débiles sin defensa posible.

Carlomagno envió a Westfalia, donde las cosas estaban peor, a sus agentes más devotos encargados de una misión secreta. Estos agentes se atrajeron la confianza y se unieron, bajo juramento y bajo una mutua vigilancia, a las personas más dedicadas y enérgicas que había entre los oprimidos, es decir, a los que aún amaban la justicia, ya sea que fueran gente del pueblo o que pertenecieran a la nobleza; los agentes confiaron a sus elegidos plenos poderes e instituyeron el tribunal de los franco-jueces.

Era una policía secreta, que tenía derechos sobre la vida  y la muerte. El misterio que rodeaba a los juicios y la rapidez de  las ejecuciones tuvo una gran repercusión en el pueblo. La santa Veeme como se llamaba esta policía, asumió unas proporciones gigantescas. Cuando se contaban apariciones de hombres enmascarados, los oyentes se, ponían a temblar, y cuando se narraban las citas que se habían hallado clavadas en las puertas de los señores  más potentes, o el hallazgo de algún jefe de bandidos encontrado muerto con el terrible puñal cruciforme clavado en el pecho y con el resumen del juicio de la Santa Veeme atado al puñal, cundía el pánico entre la población.

Este tribunal celebraba sus reuniones de una manera fantástica. El culpable era raptado en cualquier calleja aislada por un hombre vestido de negro que le vendaba los ojos y lo conducía en silencio (siempre por la noche, y a hora avanzada, ya que las sentencias se pronunciaban a medianoche) por unos subterráneos desconocidos. Una sola voz le interrogaba; después le quitaban la venda, el subterráneo se iluminaba en toda su inmensa profundidad y se podían ver los francos-jueces, completamente vestidos de negro y enmascarados. Estas asambleas eran algunas veces tan numerosas que se parecían a una armada de exterminadores. Se cuenta que una noche el emperador Segismundo presidió en persona la Santa Veeme, y que más de mil Francos-jueces se hallaban sentados a su alrededor.

En 1400 existían en Alemania 100.000 francos-jueces. La gente no tenía la conciencia demasiado limpia temía a sus propios parientes y a sus amigos.

“Si el duque Adolfo de Sleiwyek me visita — decía Guillermo de Brunswick—, será necesario hacerlo ahorcar, si no quiero ser ahorcado yo mismo.” Un príncipe de esta misma familia, el duque Federico de Brunswick, había rechazado ir a una reunión de francos-jueces. Salían de su castillo armado y rodeado de guardias, pero un día se alejó un poco de su séquito y tuvo necesidad de desembarazarse de una parte de su armadura. Ya no lo vieron volver. Sus guardias penetraron en el bosque en el que el duque se había introducido y lo encontraron agonizante con el puñal de la Santa Veeme clavado en sus riñones. A lo lejos pudieron ver a un hombre enmascarado que se alejaba caminando con paso solemne. Nadie osó seguirlo.

El código de la Corte Veemica fue escrito en el Reichsbetaer de Müller, encontrado en los antiguos archivos de Westfalia. He aquí el título de este documento:

Código y estatutos del santo tribunal secreto de los francos-cortes y de los francos-jueces de Westfalia, que fueron establecidos en el año 772 por emperador Carlomagno; estos estatutos fueron corregidos en 1404 por el rey Roberto, que efectuó las variaciones y las añadiduras que exigía la administración de la justicia en los tribunales de los iluminados después de haberlos revestido de nuevo de su autoridad.

U aviso puesto en la primera página prohíbe a los profanos, bajo pena de muerte, hojear este libro.

El nombre de iluminados, que se daba a los afiliados del tribunal secreto, revela la importancia y el rigor de su misión.

Los afiliados tenían que descubrir, en las sombras de las zonas que aún estaban en estado salvaje, a los “adoradores de las tinieblas” tenían que indagar sobre una infinidad de hechos criminales y asegurar la justicia a los culpables.

Las leyes promulgadas por Carlomagno autorizaban esta guerra santa contra los tiranos de la noche, En los Capitularios se enunciaban las penas que se debían imponer a los brujos, a los evocadores del diablo. A las hechiceras, a los adivinos, a los envenenadores, etcétera. Las leyes prohibían: mover el aire, producir tormentas, fabricar talismanes y fetiches, hacer maleficios y hechizos, tanto si se hacían sobre seres humanos como si  se hacían sobre las bestias. Se comprende muy bien tanta severidad si se tiene en cuenta la espantosa difusión que alcanzó en aquellos tiempos la práctica de la magia negra, que comprendía en la mayoría de sus actos el sacrificio de niños y de muchachos.