La laguna de Guatavita, centro de la leyenda de El Dorado y de muchas otras, se encuentra a una hora y media de Bogotá. Esta leyenda ha sido conocida por muchas personas alrededor del mundo. Su historia, es traída desde la época de la conquista de América.
La gran imaginación de los conquistadores, los llevó a ver en sus delirios, un brillante pueblo con calles y casas de oro, donde el preciado metal era tan abundante y común que prácticamente todo se construía con oro, incluyendo los utensilios de cocina. Fueron entonces los conquistadores los que trajeron y construyeron la leyenda de El Dorado, junto con lo que los indígenas de aquella época les contaban.
La leyenda cuenta varias versiones: una de ellas es que dicen que, en una tribu oculta en medio de la selva, los indígenas solían enterrar a sus muertos en una laguna llamada, La Laguna de Guatavita. Dicen que a los difuntos los envolvían en sábanas, los colocaban en una canoa y los rodeaban de velas, flores, y con gran cantidad de joyas y tesoros. Y luego la canoa era hundida con todo lo que había encima de ella.
Cuentan también, que una vez al año, en la Laguna de Guatavita, los indígenas ofrecían sacrificios a sus dioses en los cuales reunían un gran número de joyas y tesoros para ser llevados hasta la mitad de la laguna por el cacique que iba desnudo y que sólo estaba cubierto por una capa de oro, según la historia, éste era el cacique dorado, quien tiraría todo el tesoro al agua.
La historia también cuenta que cada vez que se posesionaba un nuevo cacique, los Muiscas organizaban una gran ceremonia. El heredero, hijo de una hermana del cacique anterior, quien antes de esto se había purificado ayunando durante seis años en una cueva donde no podía ver el sol, ni comer alimentos con sal, ni ají. Dicen que el heredero era conducido a la vera de la laguna donde los sacerdotes lo desvestían, untaban su cuerpo con una resina pegajosa, lo rociaban con polvo de oro, le entregaban su nuevo cetro de cacique y lo hacían seguir a una balsa de juncos con sus ministros y los jeques o sacerdotes, sin que ninguno de ellos, por respeto, lo mirara a la cara.
El resto del pueblo, permanecía en la orilla, donde prendían fogatas y rezaban de espaldas a la laguna, mientras la balsa navegaba en silencio hacia el centro de la laguna. Con los primeros rayos del sol, el nuevo cacique y sus compañeros arrojaban a la laguna oro y esmeraldas como ofrendas a los dioses.
El príncipe, despojado ya del polvo que lo cubría, iniciaba su regreso a la tierra, en tanto resonaban con alegría tambores, flautas y cascabeles. Después, el pueblo bailaba, cantaba y tomaba chicha durante varios días.