¿Quién se atrevería a decir que nunca en su vida tuvo la sensación de que “algo” le traía mala suerte? Como quiera que sea, todos hemos sufrido alguna vez de una superstición, incluso los que no las tienen siempre agregan la frase: “ser supersticioso es de mala suerte”. Por lo tanto, nadie está absuelto de haber creído en la buena o mala suerte alguna vez. En la época actual para muchos la más materialista y racional de la historia, florecen en los periódicos los anuncios de tarotistas y brujos de feria, triunfan las teorías de presidentes que hablan de otros presidentes que representan a Satán en este mundo e internet está saturada de “cadenas” que piden su reenvió a cambio de conseguir el favor de “la providencia”.
Superstición proviene del latín “súper” (sobre) y “statuens” (establecer), locución que remite a lo sobreentendido, lo que todo el mundo sabe que es así, sin necesidad de buscarle una explicación lógica. Etimológicamente, podríamos referirnos además a la palabra “superstitio” también de origen latino, que figura en el diccionario como una creencia “extraña a la fe religiosa y contraria a la razón.
Según el doctor en medicina y escritor Charles Panati, las primeras supersticiones datan de, al menos, 50 mil años, cuando la vida del hombre estaba tan llena de peligros y penalidades que acabó desarrollando creencias y costumbres supersticiosas de todo tipo para tranquilizar su ánimo. Incluso hay quienes la dan como un hecho humano per se, pues “la superstición no se puede ajustar a una definición cualquiera, ya que es más que una creencia, es un modo de vida que rige al hombre desde que este existe”, y la remontan a los primeros balbuceos del “homo sapiens”. Lo prueban los vestigios de hace más de 500.000 años. Cuando ya se daban comportamientos de tipo supersticioso en las Colinas del Hueso del Dragón, cerca de Beijing y hace 200.000 años en Europa central. Lo cierto es que desde sus comienzos el hombre trató de explicar su mundo y los misterios que le rodeaban de una manera “sobrenatural” o supersticiosa. El hombre primitivo, al buscar explicaciones para fenómenos tales como el rayo, el trueno, los eclipses, el nacimiento y la muerte, y desconocedor de las leyes de la naturaleza, creó un andamiaje de rituales y tabúes que le permitieron no sólo comprender los fenómenos naturales, sino también protegerse de un entorno hostil habitado por innumerables espíritus invisibles.
Por otra parte, el milagro de que un árbol creciera a partir de una semilla, o la aparición de una rana a partir de un renacuajo, confirmaba una intervención ultra terrena: los dioses. Con una existencia cotidiana llena de peligros, llegó a la conclusión de que “su” mundo estaba poblado por unos espíritus vengativos que superaban en número a los benéficos. Esta es una de las razones por las que entre todas las creencias supersticiosas que hemos heredado tienen preponderancia los medios destinados a protegernos contra el mal, tales como amuletos, talismanes y acciones predeterminadas.
De la misma manera, asignó a determinados eventos y objetos la propiedad de influir positiva o negativamente en su vida diaria y futura. Precisamente, la manifestación supersticiosa más común es su aplicación en forma de “buena” o “mala” suerte según los acontecimientos diarios.
Pero ¿Cómo saber a priori que una circunstancia nos afecta positiva o negativamente sin esperar el juicio del paso del tiempo? Un ejemplo: el 9 de noviembre de 1999, un ciudadano de la localidad española de Puerto de Sata María, Juan Díaz Alonso, ganó 125 mil dólares en un sorteo. Feliz por lo que consideraba un golpe afortunado, invirtió el dinero en un pesquero con el que se hizo a la mar dos semanas después en compañía de sus tres hijos y un amigo. Todos ellos murieron tras naufragar en el temporal que se desató entonces. ¿Cuál fue la suerte de Juan Díaz? ¿Buena o mala? Buena, se diría apelando al sentido común, ya que gano el sorteo, lo cual respondería a su “buena estrella”, y lo que vino después es… “cosa del destino”. Pero apuntaría un pensador lógico sin dejar de lado la creencia, si no lo hubiese ganado no habría comprado el barco y no se hubiera encontrado con la muerte, la máxima consecuencia de la “mala suerte”. La “parca”, que nadie espera pero que todos saben que llegará más tarde o más temprano, no es más que un paso a “mejor vida”, concluirían los que profesan alguna fe.